El agosto de los puteros
Mientras España se ahoga de calor hay mujeres asfixiadas en vida. Ellas, sin embargo, no son noticia. Aunque están a nuestro lado, no se las ve ni se las oye porque el sistema prostitucional, que las usa y abusa, junto a la sociedad que mira a otro lado, las quiere y mantiene invisibles y sin voz. No vaya a ser que contando la verdad se le acabe el negocio.
Y es que, mientras en estos días, cada cual anda pensando en qué poner en sus maletas o en llegar al destino elegido para descansar, miles de jóvenes y no tanto, son aún más explotadas por las redes de trata y prostitución. La demanda ingente de puteros, que lejos de rebajarse estos meses, crece como la espuma de la cerveza con la que brindan y celebran sus violaciones previo pago, así lo exige. Ellos, impasibles y despreocupados tienen en su mano un catálogo de mujeres para usar y tirar según el presupuesto de su bolsillo. Su estatus de hombres, les permite -porque ellos lo valen- alternar chicas nuevas cada 24 horas sin cargo de conciencia alguno.
Nuria Coronado Sopeña
Así las cosas los puteros en pleno agosto marcan en su GPS de violencia machista la ruta y el horario de sus violaciones pagadas. Se pasan la voz en foros sobre las que llaman “las mejores acompañantes” o directamente buscan en internet el sitio. Basta googlear para ver las reseñas y puntuación con sus “críticas constructivas”. Opiniones que dejan a cara descubierta, con sus fotos y nombres y apellidos porque ellos lo valen. Cuando, por ejemplo, escogen uno de los tantos miles “clubs” de carretera, dejan sus coches a buen recaudo en los parkings vallados. Solo les preocupa una cosa: que los vean. Lo que hacen ahí dentro es lo de menos.
“La explotación sexual no se toma vacaciones”
En ese mercado de violadores previo pago las mujeres, reducidas a pura mercancía, son aún más exprimibles en época vacacional. “La prostitución es la degradación máxima de la mujer y el ejercicio de violencia sobre ella con un billete de por medio”, recalca Sánchez. Así sucede que “mientras cualquiera de nosotras pensamos en el descanso, otras mujeres viven en verano su peor pesadilla. La explotación sexual no se toma vacaciones. De hecho, es temporada alta para los hombres que compran cuerpos. Cada verano miles de ellas son trasladadas a zonas turísticas para atender la demanda de puteros”, tal y como denuncia Amar Dragoste en redes sociales estos días.
La asociación, dentro de su labor de sensibilización social, subraya cómo “la permisividad y aceptación social de que los hombres unan vacaciones con prostitución hace que en las zonas de mayor densidad de turismo aumente la demanda de mujeres prostituidas”. Unos deseos que tal y como añade Marta Torres, licenciada en Derecho, Máster de Estudios Interdisciplinares de Género de la Universidad de Madrid y responsable de Incidencia Política de Amar Dragoste, hace que “seamos un lugar donde poder traer víctimas porque va a haber mucho consumo garantizado”. Dicha experta, cuya labor diaria en la asociación es la de luchar para que haya cambios legislativos que acaben con esta degradación de derechos humanos, tiene bien claro que el problema no se ataja porque “la demanda crece al mismo ritmo que crecen los puteros”.
Puteros de cualquier rango social solicitan mujeres según sus gustos. Desde albañiles a políticos de cualquier color que, que con una mano ponen ladrillos o pulsan el botón de las votaciones en el Congreso, y con la otra tratan a las mujeres peor que si fueran ganado. “Es un mercado alentado por la pornografía, canal de entrada al consumo de usar y tirar de niñas y mujeres en cualquier lugar. Si no hubiera demanda no habría trata y prostitución”, dice Torres.
Puntos calientes
Así las cosas, lugares como Ibiza, Marbella o Málaga se llenan de fiestas al mismo tiempo que de mujeres prostituidas. “Mientras el turismo bate récords hay mujeres atrapadas en un sistema que las rompe para siempre”, añade J. B, psicóloga de una de las sedes de Madrid de Amar Dragoste. La asociación, cuyo lema es “luchar por la libertad, vida a vida”, y que cuenta con doce sedes (dos de ellas en Madrid, en Getafe y Alcorcón), hace un trabajo integral de acompañamiento que empieza allá donde comienza el infierno para las mujeres. A través de unidades móviles llevan a cabo una labor sociosanitaria en los clubs de carretera, pisos turísticos, chalets, polígonos industriales o en las calles.
En su ingente labor en todos estos lugares acompañan, charlan y conocen a las mujeres prostituidas. Si bien les encantaría poder rescatar a todas ellas del infierno en el que viven, son conscientes de que no pueden. “Ya contamos con ocho supervivientes trabajando en la asociación. Nos sentimos muy satisfechas de haber podido ayudarlas a ellas y a casi doscientas más a haber confiado en nosotras y usar alguno de los recursos asistenciales de que disponemos para empezar una nueva vida”, recalca la psicóloga.
Una nueva vida que asociaciones como Amar Dragoste brindan gracias al trabajo con la Policía Nacional y la Guardia Civil. Desde su sede en Getafe coordinan con una plantilla de cerca de 20 profesionales -y que no deja de crecer- su servicio de asistencia las 24 horas al día, así como las labores de información y orientación a las mujeres, la búsqueda de recursos y la coordinación de todos los traslados de las mujeres.
Por ello disponen de tres recursos de acogida que funcionan de día y de noche y un equipo de psicólogas y expertas que intervienen en el proceso de reconstrucción personal. “En el caso de que hagan falta más plazas, o que no tengamos presencia en lugares determinados, nos coordinamos con otras oenegés y entidades, para trasladar a otras casas de acogida a estas mujeres que llegan rotas y llenas de miedo”, comenta J. B.
“Todas ellas están destrozadas y desconfían de todo el mundo. El sistema se encarga de manipularlas, romperlas y educarlas en la competitividad. Por eso ven a las otras mujeres como contrincantes. Cuando dan el paso valiente de salir de ahí, porque hay que ser muy valiente para atreverse a ello, el trabajo requiere de mucho tiempo. Hay que pensar que son mujeres violadas una media de 20 veces al día. Si ser violada una vez te destruye, pasar por eso y multiplicarlo por 20 al día, requiere de un enfoque y un cuidado aún más especial”, recalca dicha psicóloga.
Un camino que empieza en la reconstrucción de su autoestima. “Las ayudamos a darse cuenta de que la violencia machista no es solo la vivida en el sistema prostitucional, sino que les atraviesa mucho antes”. La psicóloga recuerda como una superviviente que trató le decía “que con trece años tenía un novio de 30. Hacerla entender que esa relación no es normal sino puro abuso sexual infantil no fue fácil. Por eso trabajamos la parte psicológica y de salud, la educativa, la sociolaboral y la jurídica”. Esta última parte, tal y como reseña Marta Torres, tiene para ellas “un enorme valor porque tener los papeles en regla marca la diferencia entre poder seguir adelante y dejar atrás esta pesadilla o tener que volver en muchos casos al sistema prostitucional”.
El enjambre de “clubs de carretera”
Adentrarse en la tela de araña que atrapa y consume la vida de miles de mujeres al día duele y escuece. Nada más pasar la puerta de entrada de uno de los tantos “clubs de carretera” esparcidos por la geografía y rodeados de cámaras de seguridad, se huele y se siente el golpe en el estómago de la indigencia machista y del consentimiento social.
Y es que los hay solitarios en carreteras secundarias o en pequeños pueblos compartiendo calle con una hilera de chalets familiares. En todos ellos el calor apabullante de agosto convive con las luces de neón, las fotografías de mujeres desnudas, las pantallas de televisión con películas pornográficas, el olor a rancio, a tabaco y la música en bucle y a todo volumen. En uno de ellos (en el que las mujeres proceden mayoritariamente de Paraguay, seguido de República Dominicana, Venezuela, Marruecos y Rumanía) tres puteros a las 7 de la tarde están como en el salón de su casa. Tan pichis hablan con las prostituidas, haciéndolas bromas, tocándolas, abrazándolas y bailando. Es su rito antes de dirigirse al pasillo vigilado con cámaras en ambos sentidos que da a alguna de las cerca de 25 habitaciones a terminar la hazaña.
“Los españoles son asquerosos. No te puedes hacer una idea de las barbaridades que nos piden”, comenta una paraguaya. “¡Están locos, son tremendos con sus demandas! ¡No sé cómo no les da vergüenza!”, dice una dominicana. Otra paraguaya, que enseguida recalca que ella “no se deja hacer cosas como otras” y reconoce que “hay algunos que dan asco solo de verlos” y que la higiene, los mismo que el respeto a las mujeres, no va con ellos. “Lo primero que hago es limpiarles enteros con toallitas y quitarles ese horrible olor. Algunos vienen con las camisas llenas de sudor por el calor o mal oliendo de no haberse aseado en días, incluso con olor a pis. Son unos sucios”.
El estigma no cambia de bando
Otra paraguaya comenta que convive “con el pesar de ser creyente” y el tener que someterse a cosas “que me dan mucho asco, pero no queda otra. Yo muchas veces pienso en Dios mientras estoy con alguno y no se ni cómo puedo seguir. Yo se que mucha gente dirá que cómo me dedico a esto pero creo en él”.
Atrocidades que en este club de carretera tienen que aguantar de cinco de la tarde a tres de la mañana. “Aquí no hay descanso ni vacaciones. Venimos cada día de la semana sin descanso”, comenta una marroquí de 23 años que espera junto a otra compatriota la llegada de más puteros. De hecho, una venezolana que está a solas en el comedor, acaba de ser traída de Málaga a Madrid para estos meses. “Estoy obsesionada con no tener ningún tipo de contagio o enfermedad sexual. Me hago pruebas para estar sana y controlarlo. Hay algunos muy listos que te la lían y si te descuidas se quitan el preservativo, pero yo me niego”, dice.
Las palabras quedan cortas para nombrar el dolor que todas ellas llevan escrito en sus ojos y colgado en sus cuerpos. Pasan horas subidas a tacones y plataformas imposibles, con prendas que dejan todo a la vista para sus explotadores. Todas responden que quieren dejarlo cuanto antes. “Cuento los días que me quedan hasta diciembre para regresar a Paraguay y abrazar a mi hija. Para dejar esto para siempre. Mi familia no sabe de esto. A veces mi niña me dice que hagamos una video llamada, pero ¿cómo voy a hacerla casi desnuda como estoy? Se daría cuenta, así que le digo que estoy en el trabajo y que no me permiten hacer video llamadas. ¡Deseo tanto una vida normal!”.
Porque lo normal nunca debería ser un menú de violencia infinito y maltrato cotidiano. “Esto no es un trabajo, es una posibilidad que no quería para mí porque mi madre también lo hizo y pasó por ello”, me comenta otra prostituida dominicana de 41 años que antes trabajó cuidando a personas mayores. “La vida no es justa. ¡Estoy cansada! ¡Tan cansada de esto!”, dice mientras se hace una prueba de VIH y sus ojos se llenan de lágrimas. “No quiero que mi hija de 17 años, que el otro día casi me pilla y me descubre porque vio unos zapatos de tacón y me preguntó por ellos, pueda acabar igual. ¡Quiero otra vida para ella!”.
“No es un día más, es un día menos”
Otra paraguaya con dos preciosos recogidos y una sonrisa infinita acaba rompiéndose y reconociendo que a veces se vuelve loca. “Hay días que estoy tan cansada que para no ir y volver donde estoy alojada me quedo dos o tres días aquí. Y entonces es peor porque no sales de estas habitaciones y solo tienes el móvil y la televisión. Es como seguir sin seguir”. Y es que en este caso las mujeres bien regresan a los pisos donde residen, bien se quedan, previo pago, en las mismas habitaciones en las que son abusadas por los puteros. Una de ellas confiesa que va y viene en coche con el que hace de “camarero”.
Otra mujer cuenta como en su país trabajaba en un hospital. “Ahora solo me quedan tres meses de estar acá. Para mí no es un día más, es un día menos”. Y al hablar pide perdón como si ella fuera la culpable de la violencia que padece. “¡Normal que la gente piense mal de mí sin embargo yo tenga mucha fe! Pero yo pienso en el Señor y en el disgusto de mi familia si se enterara. Llevarlo en secreto me pesa mucho. Le digo que soy camarera”, reconoce. También entristece al decir que llegó a España por una red de trata y prostitución. Ella le llama “amistades” y de cómo “los primeros días me escondía en el baño a llorar, me sentía incapaz de hacer nada. Hasta que el encargado me dijo ¡mira chica o haces algo o aquí no puedes seguir! También mi amiga me decía que tenía una niña chiquita en mi país y que esto era muy buena salida para ella. Tú haces tu dinero… se escucha muy fácil. Pero yo le decía que no iba a poder aguantarlo. ¡Estar en esta cama haciendo lo que hago como que necesitaré un psicólogo que me ayude a olvidar y seguir!”, reconoce.
Edificios de terror y humillación
Lejos de estos mal llamados clubs de carretera, los puteros también disponen de lugares en el centro de las ciudades que, aunque no tienen neones, saben de su ubicación. Son bloques enteros en pleno corazón de Madrid y de fácil acceso (están a pie de calle o pegados al metro). En ellos, desde que entras al portal -lleno de latas de cerveza y de suciedad- se respira y se ve la infamia social de eso que llaman "trabajo sexual" cuando solo es sometimiento y esclavitud sexual. Allí el reguero de puteros que entran y salen a las cuatro de la tarde con un calor insoportable es interminable. Suben y bajan por los pisos donde más de cien mujeres están amontonadas y sentadas en incómodas sillas de plástico y rodeadas de ventiladores para amortiguar las elevadísimas temperaturas.
El rito es mecánico. En la mayoría de los casos, sin ni siquiera hablarlas, una vez que las eligen, se dirigen con ellas a habitaciones tan cochambrosas como su machismo. En pequeños y oscuros habitáculos, la mayoría de ellos con espacio apenas para moverse tienen camas de 90 cm – otras, las menos, con camas matrimoniales- y un pequeño lavabo de hace más de 50 años para lavarse, entran como Pedro por su casa. Allí los colchones con fundas llenas de agujeros se cubren con sábanas oscuras y son el escenario en el que los puteros esparcen fluidos y violencia con total tranquilidad. A pesar del tumulto y la música tan alta, desde el pasillo, se escucha como una mujer grita y le pide al putero que pare, que le duele.
Tal y como cuenta J. B. la psicóloga de Amar Dragoste durante mi entrevista en las oficinas de la asociación para conocer su labor, en una ocasión y mientras llevaba a cabo su labor socio-sanitaria recuerda que escuchó “todo lo que el putero le hacía a la pobre mujer. Cuando acabó le preguntó que cómo se llamaba. Las tratan como trozos de carne. ¡Es inhumano! Ese día me quebré y llegué rota a casa”.
En este edificio de los horrores cada planta tiene su clan proxeneta. En el bajo, a la entrada y en un estrecho pasillo, cinco mujeres de República Dominicana, Colombia y una española de Murcia que acabó allí “porque hay golpes en la vida que te dejan sin nada y a los que hay que reponerse”, están sentadas a la espera de que lleguen sus violadores. Sus vestidos cortos, escotados, ajustados y de colores alegres contrastan con las paredes cochambrosas y chillonas en las que los adornos de Navidad cuelgan como si el tiempo se hubiese detenido en diciembre y donde la salsa y las bachatas suenan bien alto y sin parar.
Allí un cartel pegado con celo, escrito a mano y con letras torcidas, la rivalidad, la culpabilización y el señalamiento a las mujeres son la estrategia. “¡No nos interesa la vida de las compañeras! ¡No hablen entre ustedes de sus intimidades y sus cosas! ¡No sean chismosas! ¡Las sillas no son propiedad de nadie! ¡Pueden sentarse donde quieran! La educación es importante, no se masca chicle ni se pega en las sillas o paredes. ¡No sean guarras!”.
Mientras el ruido de los ventiladores no evita la humedad y el sudar sin cesar por los más de 40 grados que hay en la calle, un intenso olor a incienso y varios altares colocados en pequeñas mesillas con velas, estampas y santos varios “que prepara el encargado”, tal y como dicen las mujeres, están repartidos a lo largo del pasillo en el que se encuentran cinco habitaciones. Debe ser que con ese decorado los prostituyentes están en paz.
Ocho euros por “usar” la habitación
Allí las mujeres -que pagan ocho euros al proxeneta que está al final de pasillo a modo de oficina- entran con los puteros a las habitaciones. En cada puerta, pintada hace mil años, cuelga un cartel de “masajes”. Una vez las cierran, “nos dejamos hacer de todo. Eso sí, lo bueno de acá es que no hay nada de besos o intimidad. Eso no se les permite. Les ponemos el condón que la metan, la saquen, hagan lo que quieran y ya. Yo no pienso. Es mi modo de alejarme y de que no me duela nada de esto”, reconoce una de ellas. El proxeneta, que lleva colgada una cruz en su cuello, controla cada entrada con un cronómetro que deja en el suelo. El tiempo que tienen es de diez minutos. Pasado el mismo saltan las alarmas.
Subir a los siguientes pisos es aun peor. Las escaleras cochambrosas, viejas y estrechas son el escenario más decrépito en el que el que es imposible echar cuenta del número de prostituidores (latinos en su mayoría) que suben y bajan como si se estuviera en la hora punta del metro. Un español de unos setenta años, que apenas puede andar, no parece importarle el esfuerzo y baja desde el quinto piso para toparse en la escalera del cuarto con grupos de tres y cuatro amigos jóvenes que ríen y beben cerveza, junto a hombres con sobrepeso y sudados o delgados y esmirriados de mirada impávida.
Allí, mujeres de todas las edades, hasta de sesenta años, aguantan su tortura. “Tengo una hija de 20 años que tiene un bebé de siete meses y yo tengo cinco hijos. No me queda otra que esto. Aunque se hace muy difícil mantengo la familia con lo que saco de acá”, dice una colombiana de cerca de 50 años.
Otra mujer, también de esa misma edad y que ahora es encargada de la limpieza, recalca que ella “gracias a Dios yo ya dejé esto. Ahora me dedico a tener esto limpio, porque me gusta mucho que esté en condiciones y que a las mujeres no les falte de nada. Las cuido mucho y estoy pendiente de ellas”, dice, mientras pasa la fregona porque se ha roto un servicio y el agua sale por el suelo del pasillo.
Al tiempo que ella se afana en limpiar las pisadas, cinco puteros esperan sentados en un minúsculo salón con una nevera en medio llena de alcohol para ellos. Hablan con las mujeres o simplemente miran. Solo les importa que se arregle la avería para entrar a lo suyo. Verlos es palpar la superioridad con la que van por la vida. No se conocen entre ellos, pero se reconocen. Es la fratría.
Justamente ahí, en ese pequeño espacio donde está la única habitación para sus fechorías y en la que una cama matrimonial con sábanas negras, rosas rojas y corazones convive con un plato de ducha tan insalubre como ellos, hay un cartel que dice “respetemos para que nos respeten”. En septiembre dicen que se presentará un anteproyecto de Ley para abolir la prostitución.






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